Intentando huir del pozo en el que la saga llevaba sumida desde el cierre de la trilogía original, en 2013 Tomb Raider dio un vuelco con el reinicio de la franquicia. Alejados de los experimentos que les habían llevado hasta allí, la saga decidió poner el ojo en éxitos ajenos como Uncharted.
Tomb Raider mantenía a su personaje, cierta parte de su lore y la idea de visitar junglas y templos perdidos en busca de tesoros místicos, sin embargo dejaba atrás todo lo que le había llevado hasta allí. El abandono de la hipersexualización del personaje era la buena noticia. La mala, que el espíritu y jugabilidad de los clásicos también se iba por el sumidero.
Cuando Tomb Raider era acidez y mala baba
Cabe destacar que no me considero un gran fan de la saga y que, pese a que la fórmula sigue funcionando, los juegos de finales de los 90 se apoyan más en la nostalgia que en una calidad intachable. Son, por así decirlo, buenos ejemplos de cómo no todos los juegos consiguen aguantar bien el paso del tiempo.
Eso no quita que los disfrutase enormemente en su época y que, tras el baracazo de los experimentos en los 2000 y el cambio por completo de la última década, ahora sea más consciente de todo lo que ofrecía Tomb Raider. De la diferencia entre cómo supo crear un género picoteando de otros a cómo se rindió a las modas para perder gran parte de su identidad.
Lo que en su día era un plataformas que celebraba la acidez y la mala leche de sus diseñadores, ahora es un juego contemplativo en el que la acción y los momentos espectaculares han fagocitado cualquier atisbo del desafío que nos tuvo pegados a la pantalla hace más de 20 años.
La reformulación del plataformas infantil
Si los últimos Tomb Raider ponían el ojo en los mundos semiabiertos, la acción palomitera y la supervivencia, los antiguos centraban su foco en un único objetivo: los plataformas. Cambiar los colores pastel por un planteamiento más realista era sólo el primer paso.
El siguiente estaba destinado a ampliar la gama de movimientos y animaciones para hacer honor a la precisión, habilidad y reflejos que requerían sus movimientos. Alguien en Core Design decidió que el llegar de una plataforma a otra por milímetros debía ser su seña de identidad y, mientras plagaba sus escenarios de opciones que, pese a ser posibles, no eran las correctas, Tomb Raider unió la idea de los laberintos con la de los saltos.
Encontrar o adivinar cuál sería el paso correcto era sólo parte del reto, luego llegaba el momento de recorrerlo para ver si habías acertado o no. Por el camino algún enemigo, una trampa que invitaba a la tensión más de lo que puede ofrecer un QTE y, por supuesto, más mala leche en forma de rampas que te llevaban al punto de partida o ríos que te arrastraban hacia el principio del nivel.
El valor de lo único frente a lo perfecto
Echo de menos aquellas escaladas enormes saltando de un lado a otro con la posibilidad de caer al vacío en cualquier momento, aquellos grandes escenarios conectados que no ofrecían ninguna pista y te obligaban a explorar hasta la saciedad, la valentía y bemoles que implicaba montarte un nivel de plataformas en el que debías saltar con un vehículo en vez de con los pies…
Pese a ser muy consciente de que un juego así no tendría cabida hoy en día, no puedo evitar añorar su fórmula. Estaba lejos de ser perfecta, pero era única y, pese a llegar a resultar frustrante, también conseguía ser muy satisfactoria cuando dabas en el clavo.
Podría decirse que, más que a esta saga en concreto, echo de menos aquella época en la que salir adelante suponía brillar con luz propia a base de algo más que intentar reinventar ideas. Una variedad que, pese a no ser inmune a las modas, sí presentaba cierto esfuerzo en ser algo más que simples fotocopias de algo mejor. Seguiré disfrutando del Tomb Raider actual, pero va a ser imposible que no siga echando de menos al original.
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