Tras el análisis de 'Pokémon X' y 'Pokémon Y', toca ponerse nostálgicos y recordar cómo emprendimos nuestro viaje al universo Pokémon. Yo lo haré aquí, pero sería una gozada que vosotros también pudieseis hacerlo en los comentarios.
Ha llegado la hora de recapitular, pero no con el típico tochazo sobre la historia de la saga y el número de bichos de cada edición, sino compartiendo anécdotas y gritando al mundo que, aunque estamos medio locos, lo llevamos con cierto orgullo. Esta es la historia de cómo me convertí en entrenador Pokémon.
Digital Monsters
En mi caso hay que saltar más de una decena de años atrás en el tiempo, incluso antes de que 'Pokémon Rojo' y 'Pokémon Azul' viesen la luz en nuestro país. Lo curioso es que no empezó con 'Pokémon', sino con la franquicia que durante muchos años fue su gran rival: Digimon.
Yo debía tener unos 10 años y la fiebre Tamagotchi, aquella mascota virtual que debías cuidar y evolucionaba dependiendo de tu atención y cuidado, seguía bastante arraigada entre mis compañeros de colegio. Podéis imaginar mi sorpresa cuando, en el paseo habitual a la tienda de juguetes de mi barrio, encontré una diminuta máquina que dejaba en bragas al invento de Aki Maita.
Se llamaba Digimon Virtual Pet y suponía el relevo de Tamagotchi ofreciendo criaturas mucho más espectaculares que aquél curioso extraterrestre. También era de Bandai, así que al conseguirlo tras rogar a mi madre y llevarlo a clase, Digimon se convirtió en la mascota virtual oficial de mi colegio entre los niños, quedando su anterior versión relegada a la de las niñas.
El sistema era el mismo, tocaba cuidarlo, entrenarlo y ver cómo tu atención se traducía en unas formas u otras, pero la particularidad de poder conectarlo a otros Digimon de tus amigos para combatir nos enamoró por completo. Era simple y entretenido, violencia y dinosaurios, y por aquél entonces nada podía nublar lo que parecía un invento magnífico.
Pocket Monsters
Las secciones en las revistas sobre juegos japoneses y el impacto que el último título de Nintendo estaba causando en el país nipón se encargó de preparar el terreno. Nuestras Game Boy tochas estaban apunto de recibir un Digimon con otro nombre, un tal Pokémon al que no le importaba si tu bicho se había meado encima y te permitía seguir combatiendo, esta vez con cientos de animales en vez de con uno solo. Podéis imaginar la expectación que había en clase, había nacido una nueva fiebre.
El verano de 1999 se presentaba movidito y antes de terminar el curso todos teníamos agenciada una copia de 'Pokémon Rojo' o 'Pokémon Azul'. Yo era de los raritos, había optado por la tortuga con cañones en vez de el dragón, pero esto también me convirtió en un activo imprescindible, y es que con decenas de niños locos con su Charmander, el que quería un Caterpie como el que Ash llevaría en la serie de televisión tenía que acabar tragando sí o sí con mis condiciones.
Recuerdo ese verano con un cariño especial, con jornada maratonianas entre amigos superando gimnasios y completando una Pokédex que parecía interminable, quemando ganancias virtuales como locos en la zona Safari para poder conseguir ese maldito Tauros que tanto se nos resistía. Nervios nada comparables al momento de lanzar una Master Ball y ver si realmente funcionaba, por otro lado.
No fui el primero en cazarlo, pero el logro del que estaba a tu lado se celebraba tan fuerte como si fuese de todos, luego sólo había que conectar el Cable Link para completar el registro, y al poder clonarlos apagando la consola en cierto momento del traspaso la sangría de nuestros bolsillos en Safari Ball llegaba a su fin.
La mayor batalla de nuestras vidas
Yo era de esos jugadores que durante su infancia tenía suerte, y los inicios y el final de los grandes juegos solían coincidir con un dolor de barriga o resfriado que me impedía asistir a clase. Maldita casualidad.
Allí estaba yo, escondido bajo las sábanas a la espera de que mi madre llegase de trabajar y no me pillase farmeando como un loco para subir niveles, estaba en mi camino a la calle Victoria, y una colección de pañuelos a mi alrededor salió volando por los aires cuando superé al repelente Gary Oak en el último tramo de la competición. No era coña, estaba enfermo, pero un fábrica de mocos no iba a robarme la ilusión del que por aquél entonces parecía el mayor logro de mi vida.
Luego llegó el anime, con niñas que no entendían que llegásemos tarde a la piscina porque teníamos que ver el último capítulo de la serie (en Tele5, cómo ha cambiado la historia), y poco después la colección de cromos que aún guardo con cariño en una estantería. Si despegase alguno de los cromos veríais que están acartonados, y es que en vez de cambiarme los pocos que me faltaban, un compañero de clase decidió pegarlos en su libreta. Por suerte o por desgracia uno era bastante cabrón, y el niño perdió su libreta y yo conseguí completar mi colección sin que nadie sospechase.
Yo crecí, Pokémon no
Al merchandising le siguió 'Pokémon Amarillo' y la llegada de Game Boy Color. Ambas cosas cayeron en mi cumpleaños, y la fiebre siguió viva entre algunos de nosotros durante los años siguientes. A medio camino entre la niñez y la adolescencia, entre las partidas esporádicas con nuestro Pikachu y los primeros viajes al cine entre amigos a ver aquella película de alienígenas. Los alienígenas poco nos importaban, era Species 2. Ya veis qué época, compartiendo el gusto por los Pokémon con el de las tetas, curiosa combinación.
Aquello sesgó la atención de muchos, pero yo no vi ninguna incompatibilidad entre empezar a tener novia y seguir disfrutando de mi pasión por los videojuegos. Llegaron más entregas de Pokémon y mi interés nunca fue tan desmedido como con las primeras, pero siempre me acercaba a ver qué novedades traía el juego, cómo eran los nuevos bichos o qué nuevos caminos me aguardaban hasta alcanzar la Liga Pokémon.
En gran parte reconozco que el juego fue perdiendo su gracia, ya no sólo daba una pereza tremenda plantearse completar la Pokédex, la sensación de déjà vu causaba estragos y las partidas se ceñían a lo básico, esperando ese cambio que me devolviese a una época realmente mágica de mi infancia que nunca más volvería.
Se llamaba crecer, que no madurar, eso creo que no lo conseguiré nunca, y lo que antes era amor por una idea se compaginaba con una crítica feroz a la decisión de no lanzar un Pokémon clásico en 64 o GameCube en vez de los 'Pokémon Stadium', Snap y similares. Yo había crecido pero Pokémon se negaba a hacerlo conmigo.
Pokémon X y Pokémon Y: el regalo que esperábamos los pioneros
Podéis imaginar mi cara al recibir esa deseada evolución con la llegada de 'Pokémon X' y 'Pokémon Y', que aunque sigue teniendo un problema de hormonas que le impide crecer a la misma velocidad que las generaciones que siguen disfrutándolo, parece que ya le han crecido pelos en los sobacos y empieza a interesarse por las mujeres.
Lo jugué yo, lo jugaron mis amigos, lo jugó mi hermano pequeño y dentro de unos años confío en que también acaben jugándolo mis hijos. Y Pokémon sigue ahí, sin percatarse del paso del tiempo, sin ser consciente de que todos los que lo vimos nacer desapareceremos y su legado quedará escrito en la historia de los videjuegos.
Puede gustarte más o menos, que hayas perdido el interés por completo o te hayas cansado de ver cómo una idea fantástica se convertía en una máquina de hacer dinero que a veces maltrataba a sus seguidores, pero lo que es innegable es que Pokémon ha marcado la infancia de varias generaciones, este texto es la prueba, y los que colguéis en los comentarios probablemente también lo sean. Sus creadores lo recordarán siempre con orgullo, y cuando el juguete se rompa, nadie podrá negarles que Pokémon marcó una época. No todos pueden decir lo mismo.
En VidaExtra | 'Pokémon X' y 'Pokémon Y': análisis
Ver 23 comentarios