Tras encontrar por pura suerte el Templo del Espíritu en The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom, mi viaje por Hyrule apunta en una dirección muy concreta. Y es que puedo vestir con los mejores ropajes a Link, conseguir los arcos más certeros y hacerme con los escudos más impenetrables, pero hay un arma legendaria que todavía no tengo entre mis manos.
La Espada Maestra apenas duró unos minutos en mis manos al comienzo de la aventura, fue totalmente destruida en cuanto Ganondorf despertó de su letargo y el viejo Árbol Deku me indicó sutilmente donde se encuentra. No hace falta ser un genio, pues la indicación en el mapa deja claro que uno de los enormes dragones que sobrevuelan el escenario la lleva consigo. Así pues, es momento de lanzarse a por la épica hoja.
No era lo que me esperaba
No tenía ninguna idea en la cabeza a la hora de abordar esta misión, por lo que el fracaso asomaba por la esquina. Desconozco por completo la ruta del gigantesco ser, no sé en qué punto de su cuerpo está la espada y no tengo la más remota idea de si será una tarea sencilla. Como no tengo ninguna prisa, pues Ganondorf no se va a ir a ningún lado, decido subir a una isla del cielo a esperar.
A esperar como un verdadero inútil, pues debí tragarme como 15 minutos de nubes pasando a mi lado mientras aguardaba que, por algún destello de fortuna, el dragón se dignase a pasar cerca de mí. De vez en cuando echaba un vistazo a la tableta de Prunia y me repetía a mí mismo que sí, seguro que ahora se acercará. Una vez que mi paciencia ha sido puesta a prueba, finalmente lo veo a una distancia prudencial, aunque voy a necesitar un impulso extra por parte de una atalaya cercana.
Sorprendentemente, surcar los cielos con la paravela es muchísimo más rápido que hacerlo con un cuerpo de un kilómetro de longitud repleto de escamas, por lo que no tardo en posarme en su cabeza. Es ahí donde está incrustada, más bien enredada, la Espada Maestra, por lo que va a ser coser y cantar sacarla de ahí... de no ser porque el bicho decide revolverse de lo lindo. Es en ese momento cuando descubro que todo depende de mi nivel de resistencia, el cual es alto, pero no me permite que toda la animación se ejecute.
A vueltas por Hyrule
La resignación no me invade, pues me queda claro que solo necesito un par más de contenedores de aguante para poder soportar los envites del dragón. De esta forma me lanzo al vacío para explorar una de las zonas menos atractivas de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom como es Hebra. Más nieve que en el Polo Norte, más frío que en el taller de Papá Noel y se ve menos que en plena ventisca en Siberia. Las condiciones no son propicias para la exploración, pero he investigado tan poco el lugar que doy por hecho que unos cuantos templos me van a solucionar la papeleta.
No es que haya demasiadas emociones fuertes entre el hielo, pero sí que he tenido que enfrentarme a un enemigo que asustaba en The Legend of Zelda: Breath of the Wild. Seguramente el mayor temor de un jugador del título de 2017 era toparse con un Centaleón desprevenido y eso es lo que me sucedió al oeste de Hebra. ¿Cuántas veces morí? No quise llevar la cuenta, aunque aprendí que en este tipo de batallas lo más importante es arrear con lo más fuerte que tengas encima y aprender a esquivar en el último instante.
Nada de reservarse armas porque quizás aparezca un rival peor; estás ante ese contrincante poderoso, lucha por tu vida. Por otro lado, buscando el abrigo del sol, volví al Fuerte Vigía para toparme con la solicitud de investigar una misteriosa voz que habla bajo tierra. Allí me encuentro a la Estatua Maligna, ese bloque de piedra maldito que estaba en Hatelia y ahora se esconde cerca del Castillo de Hyrule. Como ya no aguanto más, decido intercambiar corazones por más resistencia; ya arreglaré el desaguisado de mi salud más tarde.
El triunfo de la valentía
Ahora sí, con un buen cargamento de resistencia a mis espaldas, toca amarrar de una vez por todas la dichosa Espada Maestra. Esta vez no titubeo ni hago el pardillo, sino que me teletransporto directamente a la isla flotante más cerca al dragón, el cual tiene una especial predilección por el noreste de Hebra. Me lanzo al vacío, llego hasta su peluda cabeza y por fin me hago con el poderoso acero.
Ojo, porque una cinemática me muestra que paso a entrar en una suerte de mundo onírico en el que Zelda me explica que consiguió restaurar el arma, aunque debía conservarse durante años para que estuviese completa. Entiendo que el dragón era el lugar más seguro para guardarla, pero eso no lo sé porque, una vez más, me he adelantado demasiado desbloqueando un acontecimiento futuro. Sea como sea, ahora sí que puedo repartir piñas a diestro y siniestro con un poder colosal.
¿Cómo ponerlo a prueba? Pues qué mejor que enfrentándome al monstruo que más pánico que me provoca de todo el juego, aunque no me he lanzado a la batalla por iniciativa propia. Resulta que me he topado con un Griock flamígero en los Pilares ancestrales del suroeste de Hebra y todo mi ser me ha gritado que huya, pero no he hecho caso. Si con todo el arsenal atómico que tengo encima no puedo luchar contra una abominación de fuego que vuela, escupe fuego y tiene tres cabezas, significará que no soy el héroe que Hyrule necesita.
La primera toma de contacto termina conmigo mordiendo el polvo por el minúsculo detalle de que el Griock es un pirómano sin control. Una vez recuperado, toca sacar la artillería pesada con un mazo de 70 de daño y un arco de 35, por lo que aunque tarde mucho en bajarle la vida, tiene que dolerle por narices. Me tomo un buen cangrejo asado con tres minutos de ataque potenciado por dos y comienzo a rezar por mi alma.
La estrategia es sencilla: evitar todos sus ataques como buenamente se pueda, atizar a las cabezas con el arco y dejarlo noqueado unos segundos para castigar con dureza en el cuerpo a cuerpo. Aunque utilizo gelatina gélida, creo que una explosión con una flor bomba es mucho más efectiva, amén de la cámara lenta que consigo elevándome con las corrientes de aire que se crean al quemarse la hierba. Hasta aquí no hay demasiado problema y, sin embargo, de repente lo pierdo de vista.
Tan rápido desaparece de mi campo de visión que comienzo a pensar que se trata de un fallo del título, pero su barra de vida sigue en pantalla. Giro la cámara por todas partes, no lo veo, y la música no cesa, por lo que está claro que me estoy perdiendo algo. Me detengo para mirar a Tureli y compañía, esperando que la dirección de sus ataques me desvelen la ubicación del Griock y vaya si lo hacen. El dichoso ser está a muchísimos metros de altura, sin intención de bajar, y con unas ganas tremebundas de lanzarme una bola de fuego del tamaño de cinco goron juntos.
Consigue su objetivo y termino más quemado que el guante de un bombero, así que toca remangarme e intentarlo una vez más. Uso la Espada Maestra, pero es un engorro fusionarla en mitad del festival de luces, así que los mandobles que inflige en su forma base no son precisamente la panacea contra el Griock. Tampoco ayuda que le haya puesto a mi Gólem dos ignicéfalos en las manos, por lo que empieza a hacer más calor que en el palo de un churrero.
Finalmente, y tras mucho esfuerzo, el Griock del averno cae ante mis poderosas embestidas y yo decido dejar la Nintendo Switch de lado un rato para respirar después de semejante encuentro. Necesito pensar en mi próximo objetivo y espero que no haya demasiados Griock en el camino.
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