Siempre me ha parecido de lo más interesante cómo la tecnología avanza. A día de hoy es demoledor enfrentarte a cambios como el de plantearnos viajar a otros planetas o que la IA de las máquinas apunte a quitarme este trabajo, pero si hay algo que me fascina especialmente no es mirar hacia el futuro, sino al pasado.
Encontrar los puntos de unión que marcaron la inspiración de unos y otros creativos a lo largo de la historia y ver cómo esas ideas se van retorciendo y transformando hasta lo que podemos disfrutar hoy en día me parece un ejercicio fantástico. Este libro de 1830 y su conexión con nuestra actual realidad virtual me parece el mejor ejemplo de ello.
Viajar sin moverte del sitio: edición 1830
Si pensamos en la realidad virtual es fácil reducir la idea a la posibilidad de trasladarnos a otros mundos, ya sean reales o inventados, a través de un dispositivo. A partir de ahí podemos añadir interacción, narrativa y demás fanfarrias que terminen de adornar el conjunto, pero en esencia siempre he visto a esta tecnología como una forma de hacer viajar a mis ojos a sitios a los que, probablemente, nunca podrán viajar mis pies.
Consciente de hasta qué punto ni las gafas 3D ni otras tecnologías recientes son capaces de igualar esa sensación, dando por hecho que la realidad virtual es una cosa tan nuestra y actual que sería difícil encontrar un punto de partida que tuviese un potencial similar echando la vista atrás, hace unos días me crucé en redes sociales con esto.
De la mano de un libro con sus páginas pegadas en forma de acordeón, esta joya de 1830 valorada en 2.462 euros tiene como intención trasladarnos hasta la París de la época para mostrar al gran público cómo era el Jardín de las Tullerías.
La idea es que, una vez desplegado, el “lector” podía asomarse a tres agujeros distintos de su portada para, recreando la sensación de un entorno 3D gracias a la profundidad y la perspectiva, asistir de primera mano a una recreación del lugar que iría más allá de las simples fotografías o cuadros incapaces de aportar esa sensación de engañar a tus ojos creyendo que estás allí.
El origen de los libros túnel
Entiendo hasta qué punto la idea, vista con los ojos de hoy en día, difícilmente puede relacionarse con la experiencia que puede llegar a aportar algo tan puntero como la realidad virtual, pero es justo ahí donde toca hacer un ejercicio de empatía, ponernos en la piel de la gente de aquella época, e intentar comprender cómo este tipo de libros se convirtió en un éxito sin precedentes.
Teniendo en cuenta que por aquél entonces aún quedaban unos 40 años para la llegada del cine, los libros túnel o peepshow y su magia respecto a la perspectiva recreaban lugares a los que el ojo de aquél entonces podía viajar pese a la imposibilidad de que, en un mundo en el que el turismo era un lujo, pudieran hacerlo sus pies.
Antes de llegar al gran público y dejar paso a obras más enfocadas a los niños, dando así forma a los libros plegables que aún a día de hoy podemos encontrar en las librerías, este tipo de experiencias se llevaban de una ciudad a otra en forma de espectáculo en los que, colocado en una caja con un visor que protegiese a la creación de posibles desperfectos, el libro se ponía a disposición del público más llano para que pudiese mirar a través y maravillarse con sus recreaciones a cambio de un puñado de monedas.
Inspirados por el mundo del teatro y las escenificaciones que se realizaban en las grandes obras, los libros túnel, que se llaman así por la explosión de la fórmula durante la celebración de la construcción del túnel bajo el río Támesis, estas maravillas tecnológicas de nuestros bisabuelos vivieron una gran explosión hasta que otro espectáculo, el de la llegada del cine de los hermanos Lumière en la París de 1895, convirtió a aquél espectacular invento en algo caduco.
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