La llegada de un nuevo miembro a la familia me ha obligado a reestructurar espacios en casa. Eso ha supuesto que, a falta de cambios mayores que ya llegarán, mi despacho ha pasado a mejor vida y mi habitación acoge ahora la gran mayoría de cacharros que estaban allí. Entre ellos las consolas.
Por respeto y por cariño las llamo así y en público. Consolas. Porque en privado les pega más algo del estilo “máquina del diablo”, “reactor de avión”, “cacharro de las narices” y una buena colección de improperios no aptos para horario infantil. Tenerlas cerca de donde duermo me ha hecho ser aún más consciente de las ganas que tengo de verlas salir volando por la ventana.
Entre la ternura nostálgica y el odio absoluto
Espero no ser el único en una situación similar -que levante la mano el que no se ha acordado de los muertos de Microsoft o Sony en estos últimos siete años-, pero a estas alturas de la película estoy ya de vuelta de todo. Lo único que quiero es perderlas de vista y olvidarme de todos los dolores de cabeza que me han provocado.
De ellas y de su ruido. Muy contento estaba yo hace unos meses cuando pensaba que la única capaz de salir despegando era mi PS4. Dormir junto a una Xbox One en reposo me ha demostrado que el motor de avión de Sony es igual de irritante que el ruido estático del transformador de Microsoft.
Qué quieres. Han durado siete años y ahí siguen -aunque dudo que ambas sobrevivan un verano más-. Sin ser yo muy fan de las actualizaciones periódicas, ambos modelos corresponden aún a las primeras unidades de la primera hornada de ambas máquinas. Me quejo por vicio. Un poco al menos. Aunque es probable que la ternura me abandone la próxima vez que las encienda.
Esos menús que quieren recargarlo todo de cosas que no me interesan lo más mínimo. Los rodeos absurdos en busca de una opción que parece de lo más básica. Esas actualizaciones constantes que destrozan ilusiones antes de empezar a jugar y las pisotean aún más cuando te echan de la partida. La conexión que va como un tiro hoy para compensar lo terriblemente mal que irá mañana.
De soñar también se vive
Jugar se ha convertido en una lotería. Una tómbola en la que tengo todos los números, por lo que no es extraño empezar a jugar pensando “a ver qué es lo que ocurre hoy”. ¿Que los mandos pierdan la conexión y me toque jugar por cable? ¿Que los auriculares me permitan escuchar pero no hablar? O mi favorita -dios, cómo odio esta-, jugar en PS4 mientras el pitido de “no hay disco” se repite de forma aleatoria y sin ningún tipo de sentido.
Debería haberlas jubilado ya, sí, pero funcionan. A su manera. Y no lo voy a negar, me ratea gastarme la pasta cuando siguen dando el callo. Más aún a la sombra de una nueva generación. Una que deseaba haber visto ya el año pasado y que, por favor, espero que ocurra este.
Y que lo haga bien. Con una interfaz que no sea una feria de variedades, un diseño sobrio y sin satinados que llamen al polvo como un imán atrae al níquel. Y sobre todo, sin errores tontos que nos tengan preocupados por llevar la máquina al hospital de consolas a cambiarle la pasta térmica o reparar el lector. Igual es mucho pedir, pero pedir es gratis, y pagar por la misma consola dos veces no.
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