Puedes introducir la acción y sigilo de The Last of Us en cualquier otro escenario y colaría, o calcar los saltos de Mario en otro plataformas y funcionaría. Puedes mover la mayoría de mecánicas de un juego a otro sin problemas, pero no las de Death Stranding. Esas son únicas y, por increíble que parezca, sólo tienen sentido ahí.
Nuestro especial sobre la movilidad en mundo abierto se acerca a su fin y entre los dos últimos capítulos no podía faltar un hueco a Death Stranding, un juego que sólo puede entenderse a través de sus mecánicas de traslación y que lleva con orgullo la medalla de walking simulator. Lo que otrora era un insulto, él lo ha elevado a una experiencia única.
Una experiencia excepcional
Aborrecí la trama de Death Stranding. Me resultó lenta, pesada y las constantes interrupciones destinadas a aclarar por enésima vez lo que ya había entendido a la primera consiguieron que mi el regusto final del juego fuese mucho peor de lo que esperaba.
Dudo, a pesar de ello, que si me pides una recomendación de las mejores experiencias que he pasado a los mandos de un videojuego, Death Stranding no esté en esa lista. La última obra de Kojima -presumiblemente ya sin ataduras- es algo excepcional. Y no es un adjetivo escogido al azar entre los muchos que podrían elegirse para dar a entender lo reseñable que me parece, hablo de una excepción entre todos los juegos que puedes escoger.
Porque pese a sus fumadas pasadas de vueltas y su irritante tendencia a la sobrexplicación -un deje a lo Nolan-, Kojima es también un creador excepcional, y más allá de lo surrealista y poco atractivo de la idea inicial -eres un repartidor que debe recorrer un escenario salvaje para transportar bienes de un lugar a otro-, consigue a través de sus mecánicas ofrecer una experiencia sin igual.
Andar, trotar y muy de vez en cuando aliviar tus llagas sentándote en un vehículo, pero principalmente andar. Plantéate cuánto tiempo tardarías en cansarte de recorrer a pie, de cabo a rabo, el escenario de cualquier otro juego. Qué sentido tendría moverse del punto A al punto B por el mero hecho de hacerlo.
O aún mejor. Intenta ponerte en la situación y, de verte obligado a crear un juego así, que simplemente consistiese en ir de aquí para allá, cómo harías que fuese una experiencia entretenida. Cómo conseguirías -y aún teniendo el ejemplo me sigue pareciendo un reto complicadísimo- convertir en divertido algo tan aburrido como el andar.
El héroe más humano posible
La idea de controlar a una avatar lento, torpe, frágil y con incontinencia tampoco estaba entre los planes iniciales de Kojima. De hecho, el protagonista de Death Stranding empezó siendo lo opuesto a lo que luego acabaríamos recibiendo.
El propio director lo reconocía al asegurar que en las primeras pruebas estaban ante alguien bien equipado y protegido. Un Sam Porter Bridges con armas y gadgets que le permitirían hacer frente a cualquier reto, pero también un personaje que no se diferenciaría nada de lo que ya hemos mamado en infinidad de juegos.
Sobra decir que la decisión no habría podido ser más acertada, y es que aunque en Death Stranding hay rivales a nuestra altura y monstruos de ultratumba de varios pisos de alto, el mayor enemigo al que podemos enfrentarnos no es a alguien portando un arma o haciendo gala de poderes especiales, es el propio escenario.
Si rompe con la habitual es porque Sam no camina más lento para que otro NPC le cuente sus milongas mientras se hace avanzar la trama, lo hace porque el acto de moverse, con varios paquetes a la espalda o incluso sin ellos, es en sí un reto.
Y era fácil que la cosa se descontrolase, retorciendo la mecánica de la misma forma que otros juegos y experimentos de la talla de QWOP han demostrado su viabilidad. Poner un pie delante de otro también puede ser algo complicado si te lo propones. Sin embargo, el enfoque era bastante más simple y efectivo.
El camino: compañero y enemigo a la vez
En Death Stranding mueves el joystick hacia adelante como lo harías en cualquier otro juego y, dependiendo de la inclinación del mismo, el ritmo del protagonista será más lento y seguro o más rápido e inestable. Con la posibilidad de equilibrar los paquetes a un lado y a otro -por si pierdes el control con algo tan básico como un giro brusco o un desnivel-, transportar la mercancía sin que caiga o te haga caer es un reto casi constante.
Entra ahí lo que comentábamos hace unos días sobre los juegos que introducen cierta estrategia en la movilidad de sus personajes. Si en cualquier otro juego el camino más fácil entre dos puntos suele ser ir en línea recta -como mucho rodeando el edificio que están en medio-, aquí el miedo a un río que te arrastre, unas rocas puntiagudas que te hagan perder el equilibrio o una escalada para la que no has salido preparado, pueden llevarte a pensar que dar un generoso rodeo para tomar otro camino tal vez no sea mala idea.
Y tan satisfactorio resulta ser jugar a lo seguro como arriesgarse, en el primer caso por la recompensa al final del camino con un trabajo bien hecho, y en el segundo por cómo el reto planteado, difícil pero nunca imposible, te ha hecho esforzarte y dominar las mecánicas y posibilidades del juego para superar un obstáculo.
No un jefe final poderosísimo o una trampa mortal, un obstáculo natural que, adornado con una belleza de postal que da para otro especial, debías superar con algo tan simple como poner un pie delante del otro. Una satisfacción que, sin importar el camino, llega desde algo tan banal como el ir de aquí a allí.
Menos consciente de lo que debería de lo fácil que es quemar esos cartuchos -sobran horas y también secundarias-, el juego acaba introduciendo otras mecánicas como los manidos vehículos o la formidable gestión colaborativa asíncrona destinada a mejorar infraestructuras y caminos, pero el andar, sobre todo si es con banda sonora de fondo, es la que cede hueco a los momentos más emocionantes del juego. Andar y emocionante en una misma frase. Cómo no va a ser eso una genialidad.
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