Estoy seguro de que todos los que somos apasionados a los videojuegos hemos tenido una demo fetiche. Una costumbre perdida, perteneciente a otra época, en la que el dinero era escaso y no nos podíamos permitir grandes desembolsos, por lo que tocaba repetir hasta el infinito la misma partida de una demostración. Lo que no habría podido imaginar es que eso mismo me sucedería en 2020.
Sí, he de remontarme a cuatro años en el pasado para hablar de mi historia con Ghostrunner. Cuando One More Level lanzó la prueba gratuita, experimenté una adicción como pocas veces me había sucedido. No podía parar de jugar, de volver a lanzarme al campo de batalla y a alucinar con la oportunidad de convertirme en todo un ninja cyberpunk.
Tras posponer mi viaje por la Torre Dharma durante demasiado tiempo, al fin tomé como excusa el análisis de Ghostrunner 2 para iniciarme en los principios del gore futurista. El magnetismo era poderoso, pues la franquicia reúne todo lo que deseo: ninjas, ambientación distópica y una banda sonora synthwave que resuena en mis oídos mientras escribo estas líneas.
Las notas me devuelven a ese parkour frenético, interminable, en el que hay que saltar, usar el gancho cibernético, correr por las paredes y realizar acrobacias que ni siquiera en el Circo del Sol pueden soñar con llevar a cabo. Fueron cuatro horas de espadazos repletos de violencia en el primer título y con el segundo me fui hasta las once horas con la mirada clavada en la pantalla. ¿El resultado? Un dolor intenso en la mano izquierda que no olvidaré.
No sé cómo ha jugado el resto del planeta a Ghostrunner, pero lo he hecho con teclado y ratón con un pequeño coste físico. Los dedos encargados del desplazamiento de Jack han sufrido por las incesantes piruetas y las cabriolas inesperadas, aunque tampoco ayuda la tensión que mi cuerpo ejerce sobre la zona. La descarga de adrenalina probablemente me ha ayudado con los reflejos, pero a la zona entre el dedo anular y corazón no le ha parecido nada bien.
Tampoco estoy de acuerdo con que Mara, la ama de llaves, se dedique a diezmar a los pocos retazos de humanidad que quedan en el mundo, por lo que ha sido bastante placentero el camino hasta ajusticiarla. He muerto decenas no, sino cientos de veces, aunque al menos lo he hecho con un estilo inigualable. El poder colocar la skin más preciosa a la katana es un detalle de los que enriquecen el juego y así poder degollar a la moda.
Esquivar proyectiles en tiempo bala, deslizamientos a toda velocidad, lanzar shurikens y utilizar habilidades especiales se siente como un cóctel desafiante que se desinfla con los jefes finales. Son pocos y ridículamente sencillos de superar, lo cual me sorprende en un título donde el reto es constante, por lo que tuve que encontrarlo en Ghostrunner 2.
Uno de los cambios radicales del segundo juego es que los escenarios se abren, invitan a que los exploremos buscando diferentes objetivos. Es entonces cuando aparece la moto, la bendita moto que permite desafiar a la gravedad y vivir escenas dignas de la mejor película de acción. Resultaré insistente, pero la franquicia del ninja cyberpunk es de las mejores que recuerdo en el género.
Morir de un golpe, poder devolver los disparos y el respawn tan instantáneo se conjugan perfectamente para que no pueda existir el hastío. No me puedo imaginar apagando el PC porque estoy cansado de fracasar; el error solo significa una nueva ocasión para triunfar. Las ganas de cerrar Ghostrunner 1 y 2 no tuvieron cabida en ningún momento, ni siquiera en los picos de dificultad más altos como el modo roguelike.
Otro dolor de mano importante, especialmente cuando te encuentras en el tramo final con una sola vida y la línea entre el éxito y el fracaso pende de tu memoria recordando un recorrido infestado de enemigos. No exijo que la saga Ghostrunner sea jugada, pues hay mucho por disfrutar por ahí fuera, pero solo os digo que hacía tiempo que no recibía semejante dosis de dopamina.
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