No me considero un gran conductor y tampoco un gran fanático de los coches, pero adoro conducir. Mis vacaciones suelen ir un poco sobre eso. Yo digo “¿dónde queréis ir? ¿Se puede ir en coche?" Y si la respuesta a lo segundo es afirmativa, mi alegría doble.
¿Llevar a los críos a Disneyland? Vámonos. ¿De ruta por la Costa Azul? Encantado. ¿De viaje de novios? A recorrer la Costa Oeste y empalmar con la Ruta 66, por favor. Da igual si es hablando, con una buena banda sonora o en solitario y en completo silencio, dame un volante y una carretera entretenida y me harás la persona más feliz del mundo.
Aventura a lo conocido
Aludiendo a aquello de “no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”, no ha sido hasta ahora, semanas después de coger el coche para trayectos de poco más de cinco minutos, que me he percatado de lo mucho que echo de menos tirarme a la carretera tras haber plantado un punto en el mapa.
¿El culpable? Un SnowRunner que, pese a guardar poca o ninguna relación con un viaje vacacional, me ha trasladado hasta esas remotas carreteras estadounidenses plagadas de curvas traicioneras, cielos enormes bañados de estrellas y la naturaleza como única compañía.
Para aquellos que no lo conozcan, SnowRunner nos planta en tres mapas de mundo abierto (Alaska y Michigan, de Estados Unidos, y Taymyr, de Rusia) con una premisa relativamente simple: conducir allí donde no te atreverías a hacerlo.
Con la premisa de ir explorando el mapa para descubrir nuevas misiones de transporte y ampliar tu catálogo de vehículos, camiones y camionetas en su mayoría, cargar con las vigas y tablones necesarios para construir un puente es siempre un reto que poco entiende de velocidad y derrapes.
Montañas de nieve en las que quedarte atascado, ríos con la suficiente fuerza para arrastrarte y lodazales en los que las ruedas se hunden un poco más con cada nuevo acelerón. Es desafiante, complicado y, como ya habréis imaginado por la introducción, también muy satisfactorio.
No sabía a dónde ir excepto a todas partes
Reconozco estar jugándolo a mi bola y, por lo general, sólo acudo a misiones relacionadas con tareas que implican abrir nuevos caminos o invitan a alcanzar lugares remotos. En las pocas horas que llevo con él habré cumplido cinco o seis misiones, pero gran parte de los dos primeros mapas ya no tienen una niebla que los cubra.
Como en la vida real, colocar un punto en el mapa e intentar llegar hasta allí por intuición, recurriendo a desvíos y a ese terrorífico a la par que emocionante “a ver dónde nos lleva este camino”, se ha convertido en el perfecto pasatiempo de estos últimos días. Y, también como en la vida real, tanto lo que descubres al llegar allí como lo vivido por el camino nunca decepciona.
Una nueva torre desde la que esclarecer más el mapa, una mejora en la transmisión perdida entre árboles y lagos, un nuevo camión que me permitirá recorrer el barro con mayor comodidad, o incluso una cima que permita ver todo lo conducido a vista de pájaro. Es simple, es efectivo y, tras estas cuatro paredes y con la banda sonora que preparé para la Carretera Madre sonando en bucle, una terapia de escape tremendamente efectiva.
Atravesar Estados Unidos te demuestra lo equivocado que estás respecto a lo que creías saber sobre el país y sus gentes, y la idea de las grandes urbes plagadas de tráfico como Nueva York o Los Angeles pronto muestra una cara mucho más salvaje, abierta y amable. Uno de esos viajes que, especialmente en coche, nunca me cansaré de recomendar.
En la comparación con SnowRunner me gustaría ver más pueblos que sirvan de punto de interés en sus mapas, otros vehículos en ruta y la posibilidad de revivir cada momento en el que un animalejo que se cruzó en la carretera para saludar frente a los faros, pero no suelo ser más pedigüeño que conformista y, en este caso, a SnowRunner no me veo con fuerzas de exigirle mucho más.
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