No recuerdo cuándo vi por primera vez Omega Strike, pero sé que me gustó su carta de presentación por ser una especie de Metal Slug a modo de metroidvania.
Debutó en 2017 mediante Steam, pero acabé esperando una rebaja sustanciosa en PS4 (donde salió junto con Nintendo Switch y Xbox One en distintos meses del año 2018) para sacarle el Platino. Y debo decir que se me ha hecho muy cuesta arriba, pero no por su dificultad, sino porque gestiona fatalmente la exploración.
Un plataformas de acción (casi) como los de antes
Tenía todo para gustarme de antemano, al arrancar con sus tres protagonistas, a los que podemos intercambiar en caliente como si del mítico The Lost Vikings (de forma más dinámica) se tratase. Hasta que sucede "algo" y se acaban separando.
Se inicia una búsqueda con ese comando que parece Rambo para rescatar a sus otros dos acompañeros: el soldado pesado con su lanzagranadas y esa especie de ninja con escopeta... Cada uno cuenta con varias habilidades pasivas y activas que iremos desbloqueando a lo largo de la aventura para poder avanzar y para facilitarnos el combate contra ciertos jefes de forma ostensible si los cambiamos.
Omega Strike se deja jugar muy bien, además, por lo que en ese sentido hay un gran trabajo detrás por parte de Woblyware. Es una delicia sortear las balas saltando o agachándonos, siendo difícil que nos maten a poco que seamos duchos en el género... o hagamos acopio de las reservas de comida o botiquines ocultos. Está lejos de lo logrado en The Mummy Demastered, resulta evidente.
Entonces, ¿cuál es el problema? Básicamente, cómo cuida la exploración. Para ser un juego que sigue las directrices de los metroidvania, falla estrepitosamente a la hora de explorar, siendo todo un engorro saber hacia dónde ir en muchas ocasiones, dando vueltas sin sentido hasta saber dónde está esa zona a la que podemos acceder tras adquirir una nueva mejora. Y no hay teletransportes...
Omega Strike falla en el pilar más esencial
Parte de ese problema es lo poco cuidada que está la información del mapa, con poquísimos detalles (salvo el número de secretos por región o las zonas de guardado) y la necesidad de usar el helicóptero para moverse entre cada región. Al no haber puntos de teletransporte dentro de una misma región, hay que dar muchos rodeos, como en la zona del desguace. Al menos, eso sí, podemos comprar un dispositivo para regresar a la base desde cualquier punto del mapa.
Cada región, pese a modificar su ambientación, entraña una serie de desafíos bastante similares, con pinchos a evitar, plataformas móviles y demás, viendo cómo los enemigos siguen un patrón casi calcado, salvo por modificar su dureza (reflejada en un traje de distinto color) y algunos disparos nuevos en el tramo final. Eso hace que haya poco margen para la sorpresa y que sea un déjà vu constante.
La pizca de color la ponen sus jefes, especialmente por su diseño, pese a que en variedad de patrones de ataque anden algo escasos. Nada que no se pueda afrontar con garantías si vamos con cuidado y tenemos alguna porción de comida en la recámara tras visitar la tienda. O aumentando nuestra vida reuniendo trozos.
Es una aventura que bien se podría superar en poco más de tres horas de no ser por las vueltas que podemos llegar a dar sin sentido o de cara al 100% de objetos, como esos fragmentos de vida, los botiquines o las calaveras de oro. Esa labor me llevó cinco horas y media... que me dio la sensación de ser el doble. Porque fueron muchas visitas a la base, mucha recolección de monedas (de los enemigos y cajas) para desbloquear todas las mejoras para las armas y muchas vueltas hasta descubrir todos sus secretos. Algo que no volvería a repetir aquí ni en Chasm. Y es que ser un metroidvania no te garantiza que vayas a ser un videojuego excelente.
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