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Llevo 17 años pintando grafitis y mi vida es como una misión de Metal Gear Solid

Cámaras de seguridad, acusaciones de terrorismo, vigilantes con experiencia militar, perros capaz de olfatearte en mitad de la noche a decenas de metros, sensores de movimiento y presión, rondas de vigilancia calculadas al milímetro y al segundo… Un Metal Gear Solid fuera del mundo virtual.

Lo de que la realidad siempre supera a la ficción siempre es algo más común de lo que creemos, especialmente cuando la ilegalidad entra en un terreno en el que la dualidad entre satisfacer tu afición y el jugarte la vida suelen ir de la mano. No es de extrañar que entre grafiteros como el que hemos entrevistado se hable a menudo de “hacer una misión” cuando van a pintar.

Cuando la pasión te arrastra al peligro

“Acabo haciéndolo solo. La adrenalina de colarse en sitios o hacer cosas ilegales hizo que terminase separándome de mi grupo habitual”.

El grafitero con el que hablamos lleva 17 años pintando y su pasión por el arte relacionado con los botes de pintura le ha acabado llevando a otras prácticas menos peligrosas. Entre eventos, talleres con adolescentes y trabajos pagados ha conseguido rentabilizar más de una década detrás de los sprays.

“A mí lo que me llamaba la atención era pintar sin importar el tiempo. No pensando en si va a venir la policía. Hacerlo de legal y a lo mejor tirarme dos días pintando. Esa adrenalina sólo la buscaba cuando me lo pedía el cuerpo”.

Durante más de una hora hablo con él sin quitarme de la cabeza en qué punto alguien decide subirse a un puente con varios metros de caída sólo por el placer de estampar su arte en ese sitio. O, tal vez de forma no tan peligrosa pero también capaz de arruinarte la vida a nivel de cárcel o monetario, pintar un tren dentro o fuera del país con todo lo que ello puede llegar a conllevar.

Me explica que opciones para pintar hay muchas, desde camiones hasta parkings, y que los trenes o paredes no son siempre lo más habitual. Al final todo parece reducirse a ver un lugar, un “spot”, y picarse mientras en su cabeza no para de resonar el querer pintar ahí, momento en el que empieza un complejo estudio de la situación para preparar “la misión”.

“La primera vez que me colé en un sitio fue en un instituto. Estaba hablando con una chica que estudiaba allí y pinté una de las paredes para que supiese que era yo. Fue la primera vez que pensé “yo no tendría que estar aquí”.

Los grandes riesgos detrás del mundo del grafiti

A día de hoy, al menos en España, las multas por pintar paredes suelen oscilar entre unos 90 y unos 150 euros, y si es en una capital como Barcelona o Madrid, las cifras pueden ascender hasta los 2.000 euros. Si nos ceñimos a los trenes, aunque también suele haber diferencias entre unos tipos y otros, la media suele oscilar entre los 2.000 y los 3.000 euros por metro cuadrado.

“Si vas con más gente y sólo pillan a uno te vas a comer tu longitud y la de tus amigos, así que intentar evitar que te descubran es clave. El grafiti y la infiltración van de la mano. Buscas ser un fantasma, que no te vean a ti sino lo que has hecho”.

La principal estrategia casi siempre suele reducirse a tener a alguien controlando. Un “pipa o un ficha”, como suele repetir en varias ocasiones, que se queda fuera para controlar si llega la policía, si alguien está mirando más de la cuenta o haciendo algo raro. Ante la mínima sospecha, una llamada de teléfono es suficiente para dejar a medias lo que estás haciendo y salir por patas.

“Para entrar lo haces desde la libertad de la calle, pero para salir estás atrapado ahí. A veces acabas saltando por donde puedes sin saber qué hay más allá”.

Para evitar situaciones como esa siempre suele haber una preparación previa que dependiendo de la complejidad puede alargarse durante semanas. El más habilidoso o con experiencia del grupo suele ser el que se cuela primero para controlar. Su trabajo se reduce a revisar el nivel de seguridad que hay, hacia dónde apuntan las cámaras, qué otros problemas pueden encontrarse y buscar, en la medida de lo posible, una salida alternativa.

“Había una cochera que era muy difícil de entrar porque había mucha vigilancia y se utilizaban los desagües. Para poder entrar y salir lo más rápido posible te colocabas en plancha encima de un skate y te arrastrabas hasta la estación”.

El primer reto, sin embargo, es llegar hasta el objetivo, siendo las cocheras de trenes uno de los más habituales. Si no puedes hacerlo caminando por las vías desde una estación, las entradas de emergencia hacia las vías y los respiraderos suelen ser la siguiente opción, pero también suelen ser las más complicadas.

Me habla de caídas de varios metros en las que se las tienen que ingeniar con escaleras telescópicas y cuerdas para poder bajar y volver a subir, todo ello mientras alguien vigila con el correspondiente peligro de que algo ocurra y abandone esa posición. Las fracturas de hueso de cráneo y piernas, por lo que me explica, se cuentan por decenas.

Estudiando el terreno

Una vez dentro, pese a todo lo que puede ver allí ese primer observador, desde sensores de movimiento hasta patrullas con perros, el depredador principal del grafitero, en cualquier caso, es el equipo de seguridad. Estos también varían enormemente de un lugar a otro sin importar el precio de la pieza que se quieran cobrar.

“Depende mucho del grado de implicación de los trabajadores. Hay algunos que sólo están ahí para hacer su turno y quieren irse a su casa y otros que se lo toman mucho más en serio, en plan “a mí no me van a pintar”.

Me cuenta que lo más surrealista a lo que se ha enfrentado fue un guardia de seguridad con experiencia militar que cada noche colocaba distintos espejos en distintas posiciones buscando mantener controlados el mayor número de ángulos muertos posibles: “Si llegabas a las cocheras de los trenes y veías que estaba él, sabías que esa noche iba a ser difícil”.

“Cuando pintas de día a menudo siempre tienes a alguien más dicharachero que se acerca al de seguridad, se pone a hablar con él, le pregunta si se puede fumar ahí, y lo distrae mientras estás haciendo la pieza.
De noche la cosa cambia mucho. Toca vigilar el recorrido de los guardias, cada cuanto pasan, estudiarlo y a partir de ahí pintar. La suerte es que se van cambiando los turnos. A lo mejor son un equipo de cinco vigilantes y te vas fijando si uno le da más igual, si otro es más vago, si uno está más gordito y le va a costar más perseguirte… Eliges a cuál vas a pintar”.

Con las patrullas controladas llega el siguiente paso, intentar deshacerte de todos los agentes adicionales externos que puedan poner en peligro la misión. Las cámaras, pese a los dolores de cabeza que nos daban a nosotros en los juegos, parece ser lo más fácil de esquivar.

“Las cámaras las pintas. Luego tardan unos 15 días en arreglarlo, pero ellos no van a estar ahí todos los días a la espera de que llegue alguien”.

Una vez dentro, con todo lo demás controlado, me comenta que lo segundo que debes tener en cuenta más allá de la visibilidad es el ruido. Para evitar el ruido al mover los botes se valen de tres opciones, o agitar la mezcla como si te fuese la vida en ello antes de entrar, o colocar un imán en la parte inferior del spray que evite que la bola interior haga algún sonido, o acudir a marcas que no cuentan con la citada bola. Lo tercero, si la situación lo requiere, es el olor.

Al parecer hay perros entrenados para captar el olor de la pintura y, una vez descubierto el rastro, ni siquiera hace falta que te vean. La solución suele ser utilizar sprays con base de agua cuyo olor parece ser mucho más tenue, evitando así que las patrullas con perros puedan detectarlos. Pese a venderse con la vista puesta en talleres con niños o eventos en espacios cerrados por su reducida toxicidad, el nacimiento de la idea tiene un origen completamente distinto.

“Es muy cansado, tanto a nivel físico como mental. Piensa que para media hora de pintar o una hora, como mucho, a lo mejor tienes que desplazarte en coche dos horas, más otra hora y media vigilando para comprobar si ese es el día adecuado, más escapar, salir de ese pueblo… El grafiti no acaba hasta que no llegas a casa. No bajas la guardia hasta que no estás en la cama porque puede pasar cualquier cosa”.

Termina explicándome que en otras ciudades extranjeras ni siquiera el llegar al punto de reunión es el final del camino, y que en ciudades como Estocolmo o Singapur tiene contactos a los que han acabado arrastrando fuera del hotel a punta de pistola tras descubrirlos a base de controlar cámaras en tiendas de sprays donde comprobaban los colores utilizados y las matrículas de la zona.

La conversación termina buscando más dualidades entre lo que muchos vivimos en un Metal Gear Solid y su día a día y, aunque lo de las revistas picantonas y los cigarrillos para detectar sensores láser aún no lo ha vivido, no sería la primera vez que se esconde en una caja o en cualquier otro hueco para evitar una patrulla. Una vez más, nunca dejará de sorprenderme lo de “la realidad siempre supera a la ficción”.

Imágenes | Victor Behrens, Louis Droege, Ben Elwood, Tim Mossholder, Mitchell Luo

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