Dudo mucho que haya algo más complicado que crear un juego de mundo abierto. No uno cualquiera, ojo, digo uno de los buenos, de los que venden a espuertas y consiguen que la noche del lanzamiento te tumbes en la cama hundiendo la cabeza en la más cómoda de las almohadas y pensando: “qué bueno es”.
No es una experiencia personal -ojalá- pero sí cómo imagino que debe ser vivir un lanzamiento así. Porque inventar un nuevo puzle desde cero debe ser dificilísimo, y organizar la economía de un juego de gestión una labor de las de acabar tirándote de los pelos, pero dar forma y sentido a todas las disciplinas implicadas en un mundo abierto… Eso sí o sí está a otro nivel. De dificultad, de estrés y de problemas saliendo de debajo de las piedras.
Piensa que tienes la trama o el objetivo, las mecánicas básicas y el estilo que imaginas en tu cabeza, pero a partir de ahí debes crear un mundo, por lo general inmenso, que ir adornando con algo más que las trivialidades del cuadro de un restaurante cualquiera. Meter un bosque, una pradera y un río, pero también todo aquello que lo haga único y le aporte personalidad.
Con eso hecho deberás decidir cómo vas a moverte por él. Que puedes limitarte a lo fácil, si quieres, a decidir si sus caminos serán angostos o monumentales, y si irás a pata o sobre ruedas, pero si quieres que el juego sea uno de los buenos deberás conseguir que el ir de aquí para allá sea una mecánica en sí misma. Porque son precisamente esos, aquellos que hacen de la movilidad una herramienta de diseño más, los que tienen garantizada la mitad de esa ansiada almohada y el posterior comentario.
La movilidad como herramienta de diseño
Por mucho que haya por hacer, alcanzar eso es lo que me parece más difícil. Al menos es la razón que más escucho y leo a compañeros y amigos cuando abandonan un juego de mundo abierto. En ese “me he cansado de dar paseos” o el “no le encuentro sentido a seguir jugando” puede haber muchos factores, pero ninguno tan importante como la movilidad dentro del juego.
Os lo digo yo, que me pasé un año entero enchufando mi PS2 para jugar al juego de la segunda peli de Spider-Man por el mero hecho de pasearme por su Nueva York virtual. La historia estaba más que terminada y no tenía la menor intención de completarla al 100% -no me suele compensar el esfuerzo de conseguir cualquier cucamonada destinada a ser olvidada en un rincón de mi cerebro-. Yo lo que quería era desconectar balanceándome entre edificios, dando volteretas y correteando por las hileras de ventanas de oficina de textura plana que adornaban sus rascacielos.
Era divertido estar en ese universo no por lo que pudiese ofrecerme a nivel jugable, sino por el mero hecho de la satisfacción de moverme de un lado a otro. Si es difícil triunfar haciendo un juego de mundo abierto, imagínate dar con la clave ahí, o conseguir aportar algo en lo que nadie hubiese pensado ya hasta ese momento. Porque no, como probablemente ya sepas, en realidad GTA no inventó nada, sólo lo vistió mejor.
Como la cosa no va de juegos de mundo abierto sino de cómo te desplazas por ellos, la historia aquí no empieza con aventuras de texto precursoras o la enésima referencia a Elite -el del 84, no las secuelas que han llegado hasta hoy-. De hecho, incluso no nos vamos demasiado lejos y, en vez de viajar hasta los 70 o los 80, nos quedamos en el 91 del Hunter de Amiga.
Libertad de acción, un gran mundo esperando a ser explorado y, más importante todavía, un equipo de desarrolladores tan consciente del tostón que suponía ir andando de aquí para allá que te plantaban una bicicleta -o lo que tocase- nada más empezar. Ya estaba por ahí lo de entrar en edificios, comprar nuevas armas y, para cuando te cansases de pedalear, poder optar a una completa colección de vehículos.
Hacer del camino una experiencia divertida era tan importante como lo que nos esperaba en el destino
¿Quién en su sano juicio no iba agradecer una bicicleta tras ver lo lento y soporífero que podía ser caminar en ese mundo? ¿Quién no haría lo propio cuando tuviese a su disposición un coche? Y un tanque, y un barco, ¡y un helicóptero! 10 años antes de que GTA 3 nos hiciese la púa con el maldito Dodo impidiéndonos echar a volar en un mundo 3D, Hunter ya nos dio esa posibilidad.
Pero sí, que no se me enfaden los fans y los puristas, llegase antes o después, con más o menos empuje, al final las gracias debemos dárselas a GTA. Fueron ellos los que juguetearon con el movimiento hasta dar con las claves que se han ido manteniendo hasta hoy, los que cortaron puentes limitando nuestra movilidad y nos abrieron las puertas a esquivar el aburrimiento de poner un pie delante del otro hasta llegar del punto A al punto B.
Vieron, de la misma forma que otros ya lo habían hecho en otros géneros, que hacer del camino una experiencia divertida era tan importante como lo que nos esperaba en el destino.
Del asfalto al espacio
La mayor prueba de hasta qué punto GTA fue un pilar para el género fue la sartenada de clones que marcaron la época de PS2 y, por ende, también la escasa evolución de la movilidad en aquellos tiempos. Si quieres desplazarte a gran velocidad usa el coche. Tan empecinados estaban en ello que, a la hora de crear un Spider-Man en 3D, decidieron encerrarlo entre cuatro paredes frente a lo absurdo de ponerlo al volante de un coche.
Los coches lo eran todo. Desde que los Turbo Esprit y Vette de finales de los 80 mostrasen al mundo las bondades de conducir en un mundo abierto, aquello parecía la solución más lógica al problema. ¿Quieres despejar la X? Métele un coche. Así lo demostró el GTA del 97 y sus atropellos de hare krishnas poco antes de que el experimento saltase también a las 3D de la mano de una Rockstar North que por aquél entonces aún era DMA Design.
Pero no saltemos aún a GTA 3. Para eso quedarían aún cuatro años desde nuestro punto de partida en esta sección. Cambiamos de juego pero no de protagonistas, porque la marcianada de subir y bajarte del coche en 3D llegó de la mano de esos mismos precursores de Rockstar, en Nintendo 64 en vez de en PSX, con el lanzamiento de Body Harvest. Un juego de acción que se saltó el lanzamiento de la consola -y consiguió que a la mayoría no nos suene de nada- por ser demasiado violento (cosas de Nintendo). Una suerte de Earth Defense Force con vehículos y alienígenas gigantes que merecía algo más de atención.
Un año después de aquello llegaría Driver -con su espíritu Bullit, su tutorial para pegarse un tiro en la sien y su flechita indicando el camino-, esta vez sí en la consola de Sony. Poco después aterrizaba allí también un GTA 3 cuya plataforma no se pensaron mucho después de los problemas con Nintendo y el puritanismo que dominaba a la marca por aquél entonces. Y habiéndose echado de menos en otros mundos abiertos como el de Shenmue, a aquello le siguieron coches, coches y más coches. También algún que otro avión y de vez en cuando un caballo, pero principalmente muchos coches.
Una industria cegada con la idea de conducir en un mundo abierto, ya sea en cualquier ciudad anglosajona o en los planetas de Mass Effect, hasta el punto de provocar que en Ubisoft inventaran la voltereta definitiva en su obsesión por las cuatro ruedas, romper con eso de bajarte del coche y subirte a otro de la mano del conductor fantasma de Driver San Francisco. Una forma de esquivar el tremendo guantazo que se llevaron con la anterior entrega y la valiosa lección aprendida, la de hasta qué punto no es fácil hacer un mundo abierto como el de GTA.
Aquello debió escocer de lo lindo, pero sirvió como aviso para que, allá por 2013, Ubisoft decidiese que ya estaba bien aquello de ir a caballo, en coche o en avión, que había una gran masa bastante más interesante que la continua mezcla de brea y gravilla que se había apoderado del medio y que, qué narices, estaban dispuestos a darle una oportunidad.
A nuestras manos llegaba Assassin’s Creed Black Flag y con él, una excusa destinada a romper con el yugo del insípido viaje del punto A al punto B. Lo que para entonces se había convertido en todo lo que planeaba evitar al principio, esa insulsa mecánica convertida en trámite llamada andar, volvía a las manos del jugador como una herramienta de exploración. Como una excusa para volver a disfrutar del mundo abierto en vez de para simplemente acelerar tu paso por él.
Y allí nos perdimos navegando, acordándonos del que aparentemente apuntaba a ser el vehículo más inútil de todos y descubriendo que, a diferencia de echarte a la carretera y pegar cuatro saltos tras un camión con la rampa a ras de suelo, aquello de esquivar tormentas y mantener la nave a flote podía seguir siendo la mar de divertido pasadas las 10 horas.
Tan entretenido fue que incluso ignoramos que No Man’s Sky nos permitía subirnos a una nave, esta vez espacial, para viajar a las estrellas y movernos de un planeta a otro. Visualiza, párate un segundo a pensar en ello. El cénit de la movilidad, lo más ambicioso a lo que podía aspirar una mecánica tan básica como la de desplazarte con un objetivo en mente. Visitar la estrellas…
Sea of Thieves: el apogeo del vehículo como mecánica de movilidad
Pero no. Puede que No Man’s Sky acertase y siga acertando en muchas de sus estrategias, pero lamentablemente la movilidad no es una de ellas. Porque el juego de Hello Games no se enchufa con la mente pensando en “voy a pegarme unos paseos espaciales”. Para volver a vivir esa sensación, para volver al navegar por navegar, tocaría volver al mar.
Hete ahí, de la mano de una Rare con la suficiente experiencia para haber aprendido un buen puñado de cosas sobre la movilidad como mecánica -ojo ahí a Banjo-Kazooie, y más aún al injustamente menospreciado Baches y Cachivaches-, el embrujo de la navegación de Sea of Thieves y, esta vez sí, el apogeo del vehículo como mecánica de movilidad en un mundo abierto.
Un formidable ejemplo capaz de ir más allá de simplemente llevarte hacia adelante, uno que requiere destreza y una multitarea sólo intercambiable por la cooperación. Otro magnífico ejemplo de juego que, como en el caso de Spider-Man 2, puede atraparte durante horas con el mero hecho de invitarte a navegar por su mundo. Nunca entré en su rueda ni me interesaron lo más mínimo sus botines y contratos, pero podría pasarme horas disfrutando del vaivén de sus olas mientras viro la vela para aprovechar el viento. Si eso no es un logro, qué narices puede serlo.
Parkour ¡PARKOUR!
Está claro que lo del vehículo era el recurso fácil, pero entre toda esa panda de comodones hubo alguien que se planteó que, tal vez, el problema era no realizar la pregunta correcta. Había que cambiar el “¿y si hubiese algo más divertido que andar, correr y saltar?” por un “¿y si andar, correr y saltar fuese divertido?”.
Estábamos en 1996 y la respuesta a esa pregunta resultó ser, cómo no, Super Mario 64. Con un nutrido catálogo de movimientos Nintendo no sólo nos invitó a superar obstáculos y plataformas en un entorno 3D más o menos abierto, también consiguió que el mero hecho de ir del punto A al punto B, aunque fuese en una planísima línea recta, tuviese mecánicas de desplazamiento divertidas y estimulantes implicadas.
El triple salto, el salto en plancha o el salto hacia atrás no estaban ahí sólo para salvar huecos o recoger estrellas más puñeteras de lo normal, también para que el jugador nunca dejase de disfrutar del movimiento de Mario mientras entrenaba para lo que estaba por llegar.
En un momento previo a una fiebre por GTA que enterraría esa idea durante años, un Urban Chaos nos ponía a perseguir delincuentes y ponerles las esposas con una satisfactoria mecánica que probablemente la nostalgia mantiene con más entusiasmo del que debería. Lo hacíamos primero en coche, luego a pie y finalmente saltando por los tejados para poder atraparlo y colocarle las esposas.
El juego era humilde y no especialmente acertado, pero gozaba del carisma suficiente para que muchos recordemos con cariño aquella sensación de libertad. Tocaría esperar ocho años más para que, de la mano de una de las grandes joyas de aquella generación, Crackdown volviese a ponernos en una situación similar.
Pero ya habrá tiempo de colocar al exclusivo de Xbox 360 en el pedestal que se merecen porque, si en febrero de 2007 nos enamoró aquella locura de policías saltarines, a finales del mismo año daría su primer pasito no sólo una de las grandes franquicias de la historia del videojuego, también una de las que más ha hecho por llevar adelante la movilidad como mecánica: Assassin’s Creed.
Permitidme que nos detengamos un segundo aquí porque puede que la cantinela sobre los bugs, lo simplón de aquella primera entrega, y especialmente el agotamiento de la franquicia con todas las secuelas posteriores, hayan emborronado un poco lo que aquí celebramos.
Estamos en 2007 y venimos de repetir las mismas dinámicas de correr, saltar y conducir durante 10 años. Nadie, salvo por un par de contadas excepciones, se ha planteado hasta ese momento cómo hacer del correr y saltar en mundo abierto una mecánica que resulte divertida e innovadora.
Hasta ese punto lo máximo a lo que podemos agarrarnos es al ortopédico salto de valla de Tommy Vercetti, pero llega Ubi y, tras la marcianada del espíritu conductor que supuso el último clavo en el ataúd de Driver, coloca sus gónadas encima de la mesa -agarrándose a Prince of Persia como a un clavo ardiendo- y suelta: pues aquí estoy yo, os presento a Altair, un señor sirio del siglo XII que acaba de salir del cine de ver Yamakasi y se ha puesto a hacer parkour por las calles de Jerusalén.
No es una opción jugable, es convertir la movilidad del avatar en el eje central del juego
La carcajada inicial tiene poco recorrido cuando te paras a pensar lo que fue capaz de cambiar esta gente. Los vehículos, en este caso el caballo, sirven sólo para la larga distancia y, para moverte por la ciudad, lo que deberás hacer es abandonar el suelo para mirar hacia arriba, a esos tejados que hasta ahora siempre eran inalcanzables en casi cualquier título 3D.
No es una opción jugable, es convertir la movilidad del avatar en el eje central del juego. Un credo sobre el que se sustenta toda la aventura y que se centra en dos pilares principales: moverte por los tejados siempre es más rápido, y los tejados siempre deben estar accesibles.
Nada de recurrir a saltos imprecisos y mecánicas retorcidas. Alcanzar el punto que te hayas marcado como objetivo, incluso subir a la torre más alta, debe ser siempre o ágil y fácil, o un puzle de plataformas divertido. Una máxima sobre la que el juego se apoya constantemente para hacer de la traslación una de sus mecánicas principales.
La idea era fantástica y, además de ser una de las señas de identidad de la franquicia hasta que alguien decidió tocar lo que no debía, sirvió para dar forma y ejemplo a otras aventuras que aprovecharon aquella originalidad en mayor o menor medida, como en la verticalidad de ciertos tramos de Sleeping Dogs o el Assassin’s Creed en la gran ciudad que acabó siendo Watch Dogs.
Mención especial merecen otros tres juegos de mundos más o menos abiertos que decidieron abrazar el parkour. Aunque Dishonored y Dying Light lo hicieron suyo valiéndose de simplificar la fórmula tal y como había hecho Assassin’s Creed, el que merece un sonoro aplauso que dure hasta que salga callo es Mirror’s Edge, no por ser un juego de mundo abierto en el primero y tampoco por hacerlo especialmente bien en el diseño de nivel del segundo -esa vez ya dentro del género-, sino por la valentía a la hora de crear un sistema de movilidad de infinitas posibilidades.
Lo conseguido por DICE en esta injustamente maltratada saga es uno de esos avances que debería aparecer en un pedestal junto a los más grandes. Porque revolucionar la forma en la que saltas para agarrarte a un saliente -algo que llevaba inalterado prácticamente desde Tomb Raider- es para quitarse el sombrero, pero darte diecisiete formas distintas de alcanzar ese punto a través de las acciones del personaje y su exquisito diseño de niveles es una barbaridad. Imagina trasladar eso a un mundo abierto y - ojalá ocurra algún día- hacerlo sin fallos.
El camino como estrategia y maniobra contemplativa
Hay algo mágico en viajar a caballo en un videojuego. De hecho espero no ser el único idiota que se chocaba contra árboles y rocas por colocar la cámara de lado enfocando a Agro mientras galopaba en Shadow of the Colossus. La majestuosidad del animal golpeando sus patas contra el suelo era una de esas animaciones hipnotizantes que Rockstar no quiso dejar escapar cuando, cinco años después de aquello -y de que el GUN de Activision intentase lo propio-, colocó el viaje a caballo como principal premisa de su Red Dead Redemption.
No es de extrañar que ocho años después decidiesen dedicarle aún más cariño a ese cautivador bicho trabajando hasta el absurdo de los testículos del animal, reflejando si estaba en una zona de frío o no con el tamaño de su escroto. El caballo en un mundo abierto, independientemente del tamaño de sus huevos, es siempre sinónimo de postal. Tanto es así que, pese a estar la idea del viaje rápido más que generalizada, apostaron por la automatización de los viajes -que popularizó Far Cry 4- para que pudieses dedicarte a contemplar el paisaje con cámaras cinematográficas o acariciando el joystick.
Sin duda una vuelta de tuerca a la idea de unir movimiento y escenario, esta vez atando el primero al segundo con algo más que obstáculos y plataformas, obligándote a tomar un camino específico para que puedas maravillarte con las vistas. Sigue siendo un mundo abierto y sigues gozando de libertad de acción, pero sabes que ese camino que recorre un valle o sube hasta el punto más alto de un pico nevado no te lo quieres perder.
Tanto es así que incluso puedes acabar desviándote de tu rumbo para descubrir qué hay ahí. No golpeando el joystick hacia adelante, no, sino invitándote a pensar qué ruta deberías seguir para tomar esa foto o, en una vuelta de tuerca destinada a convertir lo que antaño era plano y aburrido en una fantasía virtual que no te quieres perder, cómo vas a utilizar tus habilidades y situación actual para alcanzarlo.
Con ello, sin abandonar la movilidad a los mandos de ese sentimiento contemplativo, llegamos a dos de los juegos que más han hecho por la revolución de tan primordial mecánica.
The Legend of Zelda: Breath of the Wild no sólo se limitó a ofrecernos un arsenal de acciones para movernos de un lado a otro, desde planear hasta deslizarnos sobre el escudo, desde utilizar barcas generando nosotros el viento hasta rodando sobre un barril, también hizo todo lo posible por poner su escenario al servicio de ellas, con montañas que escalar atentos a la resistencia que nos queda y colinas con algo llamativo coronándolas invitándonos a ir más allá de lo que habíamos planeado.
Nunca se había dado la oportunidad de revolucionar no sólo su forma de atravesar el mundo, sino también la del resto de jugadores
Y qué me decís de convertir en reto el andar. De establecer una combinación de botones en torno a mantener el equilibrio al atravesar un río y convertir en una mecánica algo tan simple como poner un pie delante del otro. Maldito Kojima y su genialidad en la premisa de Death Stranding. Nunca ir de paseo había resultado tan entretenido y tan bonito, y nunca antes se había dado la oportunidad al jugador de revolucionar no sólo su forma de atravesar el mundo, sino también la del resto de jugadores mediante el apoyo colaborativo. Maldito genio.
Mucho más que un peatón
Otro camino encontraron quienes, en busca de una solución distinta a todas los anteriores, pusieron lo arcade por bandera para romper con cualquier atisbo de realidad y arrimarse a la locura y el desenfreno que -mal que me pese, cada vez menos- es también ADN del mundo del videojuego.
¿Que aterrizamos en un mundo con una dimensión adicional en el que hay que ir de un sitio a otro con un petardo en el culo? Pues qué mejor forma de hacerlo que al estilo Dreamcast. Street Skater, Trasher y Tony Hawk marcaron el camino, pero fue Jet Set Radio en el 2000 el que, con escenarios notablemente más grandes y retorcidos planteó otra forma de ver las cosas.
A diferencia del resto de juegos similares, Jet Set Radio no nos colocaba ante un peatón que estaba sobre una tabla para hacer trucos. Los pies de Beat, Gum y compañía simplemente eran patines y, más que por los trucos que eran capaces de realizar, el éxito en su The Warriors de kawaii epiléptico lo marcaba hasta dónde eran capaces de llegar valiéndose de esos pies con ruedas.
El objetivo no era marcarte una jota tras saltar una rampa, era dominar el control para que tras ese salto enlazases con un grind y llegases hasta el tejado en el que debías pintar el último graffiti. Una vez más la movilidad era la mecánica principal. Un juego de habilidad escondido detrás de carreras, trucos y tags en la espalda de mamarrachos disfrazados.
Aunque hay quienes tarde o temprano acabaron bebiendo de aquello, la gran similitud que los une a todos está en ese giro hacia la fantasía. Hacia el deseo de ser más que hacia la intención de reflejar la realidad. Con patines primero y mallas después, hubo quienes también buscaron revolucionar la forma de moverte en un mundo abierto.
Cuatro años después de aquello, por fin, Spider-Man 2 nos entregó lo que desde niños todos habíamos querido probar alguna vez en la vida: lanzarnos desde el edificio más alto posible y, justo antes de tocar el suelo, lanzar la telaraña y balancearnos hacia el infinito mientras pasábamos rozando los coches.
Fue mejor película que videojuego, pero por primera vez alguien entendió que ser un superhéroe sí o sí debía ser eso. Romper con todas las ataduras, entregar una ciudad a tu entera disposición y abrirte la puerta a estar por encima de todos los demás, no sólo en altura, sino en posibilidades.
Ser Spider-Man no era estar encerrado entre cuatro paredes, era columpiarte entre edificios mientras disfrutabas de algo tan sencillo como eso. Y el juego podía estar mejor o podía estar peor -estaba peor-, pero lo importante era entregar al usuario la sensación de ser un superhéroe a todos los niveles, y por ende eso también implicaba meterle mano a cómo éste se desplazaba por el mundo.
El Hombre Araña lo entendió bien y Radical Entertainment, que venía de triunfar en su primer mundo abierto con The Simpsons Hit & Run, tomó buena nota para repetir hazaña con The Incredible Hulk: Ultimate Destruction. Pocas veces la idea de controlar a un personaje tanque, por todo lo que ello conlleva a nivel de fuerza pero también de rigidez, ha resultado tan satisfactorio.
La embestida y supersalto de Hulk eran en aquella ciudad imaginaria una auténtica gozada. Un festival de acciones no sólo entretenidísimas en el combate, con coches convertidos en puños de hierro y tanques que lanzabas agarrándolos por el cañón, sino también con la forma de mover al héroe.
A gran velocidad, Hulk era el equivalente a un vehículo de cualquier juego de carreras, con derrape incluido. A la hora de saltar, el triple salto de Mario se convertía aquí en la posibilidad de recorrer enormes distancias en cuestión de segundos, más aún si habías corrido por la pared para llegar hasta lo más alto de un rascacielos.
Pese a no ser un ejemplo puro de mundo abierto, el experimento le sirvió al equipo para dar forma a Prototype y su secuela varios años después. Era fácil encontrar similitudes entre ambos trabajos y entender cómo la experiencia de aquella Masa verde había ayudado a que creasen su propio superhéroe.
Y con eso de dar forma a tu propio súper, y de paso ahorrarte un buen pastón en licencias y acuerdos, retrocedemos para rendir homenaje a otro de los juegos que mejor ha entendido hasta qué punto la movilidad es una herramienta más a la hora de diseñar un juego.
En un 2007 coronado por Assassin’s Creed nacía también Crackdown y, con él, la mezcla definitiva de todo lo que en mayor o menor medida hemos recogido en este texto hasta ahora. No sólo podías correr, saltar o conducir, sino que se te invitaba a estirar los límites de cada una de esas acciones para conseguir los orbes que ampliasen un escalón más tus posibilidades.
Puede que no fuesen el elemento principal de la aventura, al menos no de una forma tan agresiva como en juegos anteriores, pero sin duda era un pilar fundamental para la estructura del juego y, como en las grandes ideas, también una excusa para perderte y apartarte del camino principal.
Con intenciones similares pero un enfoque mucho más tradicional aterrizó Infamous en 2009, que también planteaba cosas interesantes a la hora de ganar poderes y movilidad mientras hacíamos parkour y planeábamos, pero no iba mucho más allá de lo que luego irían otros.
Para hablar de un cambio significativo en las filas de Sony toca saltar unos años más adelante hasta el Gravity Rush en 2012. Ahí sí que rompieron el molde y, como buena japonesada, se la jugaron al todo por el todo haciendo que su protagonista flotase de un lado a otro a placer valiéndose de la gravedad. Como en la ciencia detrás de la nave de Futurama, la sensación era la de estar moviendo el mundo, no el avatar.
El último hueco queda reservado para una Insomniac Games que, con sus dos últimos juegos, consiguió elevar aún más la importancia de un buen diseño a la hora de movernos en un mundo abierto. Las bondades del Marvel’s Spider-Man de 2018 y su secuela son ya un viejo conocido que se encargó de depurar lo vivido, y por sorpresa no repetido, en aquel mítico Spider-Man 2.
Las que merecen algo más de reverencia, y una posición de honor como la de servir de último tema de este concierto de grandes éxitos, son las del magnífico y nunca suficientemente valorado, Sunset Overdrive. No había robo de coches, pero de rebotar sobre sombrillas y grindar cables de la luz nos hinchamos a dos carrillos.
Allí, pese a su carácter gamberro y la ya archiconocida pasión del estudio por las armas de fantasía, el gran protagonista era el movimiento del jugador, carne de saltos, trucos aéreos, velocidad y raíles contemplativos. Un poco de todo pero con una factura exquisita en la ejecución de cada uno de ellos.
Como el menú degustación de un restaurante de lujo en el que empiezas pensando que te vas a quedar con hambre y acabas pidiendo más pese a dolerte la barriga y tener que aflojarte el cinturón. Por su intención a la hora de remarcarla como aspecto clave de su jugabilidad, el de Sunset Overdrive es sin duda alguna el cénit de la movilidad en el mundo abierto y el desenlace perfecto para este repaso.
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