Resulta curioso cómo los seres humanos reaccionamos ante los sustos, el miedo o el terror lúdicos. Si en el día a día son son estas sensaciones desagradables que van unidas a estados como el peligro o la indefensión, en el cine, la literatura o los videojuegos se convierten en un reto, en una diversión, en una forma de enfrentarnos a lo que más tememos sin que nos vaya la vida en ello.
Si nos centramos en los tres ejemplos expuestos, en la literatura nuestra mente es la que se encarga de dar forma a las palabras del escritor. Así, aunque cerremos ese libro de Poe o de Lovecraft, los miedos que han surgido de sus páginas siguen funcionando en el escenario que les ha dado la vida, nuestra imaginación.
En el cine somos elementos pasivos, títeres manipulables en manos del director. Es la habilidad de este y no la cantidad de efectos especiales lo que consigue que nos convirtamos en víctimas de sus planes. El espectador se limita a verlas venir, su imaginación está activa sí, pero a expensas de lo que quiere el director (por ejemplo, el comienzo de una música determinada hace que anticipemos la escena de peligro que va a venir después).
El poder de la imagen hace el resto, y no me refiero a los sustos de turno, sino a la capacidad de manipulación que tiene. En ‘Angustia’, película que debía haber quedado en telefilme de una hora, Bigas Luna experimenta con los mensajes subliminales.
Imaginad que la estamos viendo en un cine. Pues bien, en la película un asesino psicópata se mete en una proyección y empieza a asesinar a los espectadores de forma sigilosa. Casi inconscientemente, nosotros miraremos de reojo para ver quién tenemos sentado detrás. En la pantalla empiezan a salir señales acuosas (grifos abiertos, vasos de agua,...) para que nos entren ganas de ir al baño, ¡pero nos aguantaremos en nuestro asiento porque el asesino se ha ido a los servicios y está masacrando allí al despistado que va a evacuar!
Sabemos que lo que ocurre en la película no es real, pero la capacidad de inmersión del cine consigue que participemos (gocemos/suframos) de esa experiencia falsa. Veamos un trailer de la excelente ‘REC’ y fijaos cómo los cines parecen a veces oscuros laboratorios donde se experimenta con las sensaciones humanas.
En los videojuegos pasamos a ser elementos activos. Si bien la imagen desactiva al igual que en el cine el uso de la imaginación, el carácter interactivo del medio le da una nueva dimensión. La acción no prospera sin nosotros, lo que quiere decir que, a pesar de que sabemos o intuimos lo que nos espera, nos vemos empujados a avanzar si queremos que tenga sentido el acto de jugar.
Lo que en cine es un grito absurdo de aviso a un protagonista que no nos escucha (’¡no vayas por ahí!‘), en los videojuegos se convierte en la obligación de asumir riesgos para que la historia continúe. Nosotros somos los protagonistas, y si sabemos que va a ocurrir algo malo tras esa puerta, aunque durante unos segundos estemos dubitativos delante de ella, terminaremos abriéndola para ver qué hay al otro lado. Marcamos el ritmo, pero estamos condenados a avanzar.
Al igual que en el cine, en los videojuegos tenemos los sustos directos, como ese perro que entraba a través de la ventana en ‘Resident Evil’, y también el terror psicológico, ¿quien de vosotros no ha sentido una sensación de malestar (provocado por el sonido, la música, el ruido, la degenerada dirección artística,...) jugando a ‘Silent Hill’? La diferencia entre ambos medios se encuentra pues en la actitud pasiva del espectador en el primero y la activa del jugador en el segundo. Ambas fórmulas son igual de validas y deliciosamente disfrutables. Que optemos por alguna de ellas o por artes más puras como la literatura o la música (el Ligeti más desquiciado sería un buen ejemplo) depende únicamente de cómo queramos ser maltratados.
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